
La primera vez es aventura. La segunda es obsesión. La tercera, quizás locura. Pero volver está implícito, cuando uno descubre la Antártida. Voy por la segunda. Los que etiquetan no han visto lo que uno puede ver; sólo pueden atisbar desde la borda de un crucero o en una breve caminata por playas cubiertas de nieve. La Antártida es más que eso. Entonces, si volver implica la locura, no me da miedo, bienvenida sea.
Dicen que el silencio absoluto sólo existe en el vacío.
Lejos de las máquinas y la gente, lejos del ruido de las conversaciones casuales, hay un lugar donde, si se callan hasta los pensamientos, es posible escuchar la voz del corazón. Es un lugar azul, aunque lo describan blanco. Frío, sí, pero eso es lo menos importante. Es un lugar de pasiones encontradas. De hecho, la Antártida es un lugar hecho de pasiones.
Año tras año, miles de personas llegan por distintos motivos, por estudio, por curiosidad, para gastar lo que han ahorrado o solamente guiadas por la pasión.
Una vez allá, todo cambia. Es como si bajaran las compuertas de una lancha de desembarco y, preparado para lo peor, uno hiciera pie firme en una playa del paraíso. Si ya se ha estado alguna vez, es fácil volver a sentir esa sensación de paz y tranquilidad.

No es, claro, una clínica de rehabilitación (de hecho, algunos cuerdos se han vuelto locos allí), pero me río cuando me dicen que estoy mal de la cabeza. “Sí, por supuesto”, pienso. “Es mejor levantarse día a día escuchando las noticias en la radio, avanzar a paso de hombre por avenidas atestadas, disfrutar el caos del tránsito… Sí, si es así, estoy muy loco…”
Es un lugar donde los días y las noches alargadas del verano e invierno nos desubican. Uno no sabe por qué no se queda dormido a las tres de la mañana a pesar de estar cansado. Uno no sabe por qué está tan molido si son las seis de la tarde… Es un lugar donde la discusión más banal se torna una cuestión de estado, y las ofensas parecen tan serias como las que sufríamos en el jardín de infantes. Ver la misma gente todos los días te transforma. Ese se ha vuelto tu mundo y es difícil entenderlo. Algunos se encierran, otros se esconden en raros brebajes. Yo prefiero salir. Salir y respirar el aire puro, ese que no se puede inventar en un laboratorio. Mirar y ver hielos que son testigos de la edad de la Tierra. Vientos suaves y vientos fuertes. Frío. Silencio.

Tratar de fotografiar lo que siente es, para un fotógrafo, lo más difícil. Así y todo, es su objetivo. Expresar su alma a través de una imagen. Acá, confieso, no resulta muy complicado. Hay que saber ver, sí, pero el paisaje imponente se presta para el asombro.
Además, puedo bucear. Sumergirme en esas aguas heladas. Sumergirme y vagar bajo un techo de hielo. A muchos, se les congelaría la sangre (literalmente) de sólo pensar en encerrarse bajo ese mundo. Para nosotros, eso es lo que hace que la sangre circule. Es la pasión de la que hablé al principio. Flotar ingrávido en ese mar frío, calmo, oscuro y azul es lo que mantiene la llama que nos hace volver.
Ese mundo sumergido es mucho más increíble que el que dejamos arriba, cuando el agua se cierra sobre nuestra cabeza. Si dejamos de respirar y el burbujeo cesa en su infernal barullo de ascenso, entonces sí que nada interrumpe ese silencio. Nada. Nada.

El techo de hielo arriba nos impide todo escape, pero nada, más lejos de nuestro deseo. Hacemos lo imposible para prolongar la estadía. Hay tanto por descubrir y disfrutar. Al final, los dedos gritan de frío y debemos volver a la superficie. Al salir, dejamos un mundo invertido, donde el techo es piso, y la cima de los montes helados apunta hacia abajo. Y en el fondo, un sinnúmero de criaturas de colores tropicales siguen su lenta y tranquila vida, indiferentes al ruido y al barullo del cual nosotros, apasionados mortales, tratamos de escapar.
Vinicius • Edición 14 (2010)